Siempre me ha perdido la curiosidad. Desde que era pequeño me gané muchas broncas por abrir los juguetes para ver lo que había dentro, colarme por donde no debía, probar "qué pasaba si...". Con la edad, esta curiosidad se fue transformando en búsqueda de experiencias nuevas, lo que acabó llevándome al mundo de los psicoactivos. Con dieciséis años probé por primera vez la marihuana. En cierto modo, esto fue el detonante, lo que expandió las fronteras de mi consciencia. No había pensado nunca en qué viajes podría embarcarme por ser un culo inquieto, ni que hubiese un mundo tan grande de experiencias que a esta edad se abría ante mí.
Me lancé a conocer ciertas sustancias y ver qué sucedía en mi mente y en mi organismo, sin que eso fuera impedimento alguno para que siguiese haciendo mi vida con normalidad. Sin embargo, nunca me pasó eso con el alcohol. Con la marihuana sí, quise experimentarla de todas las formas, tanto probarla mientras me duchaba, antes, durante y después de practicar sexo, tomarla estando triste, estando contento, estando solo, estando acompañado... Quería saber si cambiaba la alteración que provocaba en mi cuerpo, y en función del contexto, el efecto de la misma hierba era muy distinto. Al conocer más gente, tuve acceso a más sustancias: probé la cocaína, el speed, el MDMA, las setas... Y si bien me resultaba curioso como éstas alteraban mi psique, nunca llegaron a llamarme tanto la atención. No parecía un proceso nuevo cuando tomaba coca o éxtasis, más bien me daba la sensación de que se potenciaban partes que ya tenía dentro. Pero hasta que probé el LSD no volví a tener tanta curiosidad por una sustancia.
El LSD. Hagamos un breve parón aquí. La primera vez que lo tomé fue en una rave. Me encontraba algo asustado, no estaba seguro de que ese fuese el contexto adecuado siquiera, pero tenía total desconocimiento sobre qué hacía en aquel momento. Pero fue genial. Los colores se me presentaban más vivos que nunca, los patrones como los que forman los dibujos de la ropa o las baldosas en el suelo tenían vida propia y se movían, mis tatuajes se desplazaban por mi brazo y el tiempo pasaba más lento de lo habitual. Experimenté con el LSD tomándolo antes de ir al cine, estando en casa, con mi pareja mientras practicábamos sexo... Vamos, mi cerebro estaba acostumbrado a los estados alterados, y mi curiosidad quería saber qué más sensaciones se estaban perdiendo por los límites que tenemos.
Un día estaba con unos colegas tomando algo, y una amiga se acercó y me dio un bote pequeño de plástico, como el de los carretes de las cámaras de fotos. Me dijo:
- Esto es salvia, no sé si sabes lo que es. Es una planta, se seca y se fuma. Con una pipa ya es suficiente para un viaje.
La guardé. Como llevo contándoos desde el principio, siempre fui una persona muy curiosa, pero esta vez mi indagación me dio respeto. Avisé a mi mejor amigo y quedamos en mi casa. Necesitaba a alguien sobrio que me echase un ojo, ya que no sabía lo que pasaba y en los años anteriores había visto de todo.
Nos pusimos con una serie, fumamos un porro tranquilamente y acto seguido me dispuse a probar la salvia. Encendí la pipa y le di una calada. No pasó nada. Me reí, y recuerdo decir:
-Esto no hace nada, y yo todo cagado.
Le di otra calada y, a partir de aquí, me fui. Al dar la segunda calada, mi cabeza se desplomó sobre el escritorio. Mis manos quedaron colgando hacia abajo y la pipa se me cayó al suelo. Estaba con los ojos abiertos pero sin ver nada, mientras un hilillo de baba caía de mi boca. Estaba prácticamente en coma. Mi amigo se levantó del susto e intentó despertarme, trató de que me incorporase o algo, pero yo estaba muy lejos de allí. De pronto me encontraba en un campo, el campo más verde y perfecto con el cielo más azul y bonito que hubiera visto nunca. Lo recuerdo como si fuera el mítico fondo de escritorio de Windows. No entendía nada, ni me planteaba que hacía allí, estaba y eso era suficiente. Caminé como quien da un paseo por la alameda de su ciudad. Mientras andaba por el campo, escuché una voz llamándome. Oía que decían mi nombre, pero estaba lejos. Seguí la voz que llamaba por mí cuando me di cuenta que en el medio del prado había una bota de montaña de color naranja, el mismo color que tenían las paredes del salón en el que estábamos. Era una bota gigante, dos veces mi tamaño de alto al menos, y encima de todo, en el hueco en el que se mete el pie, estaba mi amigo, gritándome:
-¡Levántate, sube!
Pero por mucho que saltaba e intentaba alcanzar sus manos, era incapaz. Empecé a sentirme impotente, a buscar una manera de subir o de escapar de allí, y no sé si fue por mi experiencia previa con las drogas pero mi cerebro encontró un camino de salida, uno que no me esperaba.
De repente, el prado que me rodeaba y la bota que tenía enfrente de mí empezaron a volverse borrosos y a moverse de un lado hacia otro, balanceándose. El suelo que yo pisaba estaba quieto, no sentía aire moverse, nada, solo veía como el mundo en el que estaba empezaba a deshacerse, a emborronarse. Y yo estático, en el medio de todo aquel caos, todavía sólido, todavía nítido, buscándole un sentido a todo, pero me encontraba demasiado confuso como para concentrarme en un pensamiento, y me era imposible recordar como había llegado allí, que no era real o que había fumado de una pipa en algún momento. Todo el prado se volvió un espacio blanco, vacío, y yo allí en el medio, de pie, con la ropa que llevaba ese día. Todo oscurece durante un segundo. Un instante después, sin saber cómo, me levanté de mi cama y me vestí. Me puse la camisa blanca, los tejanos, las botas y el cinturón, y bajé para ayudar a mi padre con el ganado. Había que llevar las vacas al prado y recoger los caballos. Nuestra casa no era gran cosa, pero era nuestra al fin y al cabo, igual que el establo y los pastos. Así es. No sé como, pero pasé del blanco, de la nada absoluta, a estar en una granja de la época de los vaqueros, con nuestro ganado, con nuestros caballos, con mi ropa y otra vida.
Rondaba los trece o catorce años en aquel nuevo mundo y tenía que ir a clase con otros chicos. Las aulas eran de madera, llenas de polvo y arena, con una profesora seria que apenas se apartaba de la pizarra. La mayor parte del tiempo nos hablaba de espaldas. Al terminar las clases, tenía que ayudar a mi padre con la granja. Mi madre estaba muerta y enterrada a pocos metros de la casa, y de vez en cuando mi padre y yo íbamos a rezar allí. Había también que cepillar a los caballos, alimentar a las vacas, etc. Pasaban los días con tranquilidad: iba a clase, tenía amigos y a veces quedábamos en el pueblo. Uno de ellos recuerdo que siempre andaba con tabaco de mascar.
Cuando me hallaba en el prado verde con la bota, sentía que una parte de mí era creadora, era protagonista de ese mundo. Pero cuando empecé a habitar esta nueva vida, que parecía sacada de una película western, sólo era una parte más del mundo que me rodeaba, no tenía impacto ni relevancia en él. Sólo era un individuo más.
Pasé dos años viviendo como un adolescente vaquero, o eso era la sensación que tenía. Acabando el curso el segundo año, hubo un torneo en el pueblo de atrapar potros. Se hacían grupos de cuatro entre los alumnos de mi clase, se vallaba el pueblo y se soltaba un animal. El equipo que lo atrapase antes, ganaba. Lo recuerdo bien, el potro siempre pasaba cerca de nosotros y no lo dábamos cogido. La arena se nos metía en los ojos, el calor era asfixiante, olía todo a una mezcla entre cuero y polvo, tenía la boca pastosa de la sed y recordaba que los de mi equipo eran unos inútiles. No hacían más que tirar el lazo y fallar. Y yo me enfadaba. Según mi amigo, el cual me vigilaba en el mundo real, me puse de pie en la cocina y empecé a gritarle a los hornillos que eran unos inútiles. Nunca llegamos a atrapar al potro.
De pronto, volví al mundo real. Recuerdo agarrar a mi amigo, mirarle a la cara y preguntarle:
- ¡¿Cuánto tiempo ha pasado, cuánto tiempo he estado allí?!
Me miró y, sin dar crédito, me dijo:
- Cinco minutos.
Las sombras de su cara se tornaron borrosas, como los canales codificados de la televisión. Estaba temblando. Había vivido dos años en un mundo imaginario, y en la vida real fueron tan sólo cinco minutos. Me costó un rato calmarme y ser consciente de todo lo sucedido, ser consciente de que había vivido la experiencia más impresionante de mi vida, que había estado en otra época, había montado a caballo, cuidado del ganado, rezado con mi padre en la tumba de mi madre, había conocido numerosas personas.
Y todo sin moverme del salón de mi casa.
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