Uno se puede llegar a preguntar de qué materia están hechas las grandes piezas literarias. Las obras maestras de la literatura, aquellas de las que tanto nos hablaron en la edad escolar nuestro profesor o profesora con una vehemencia característica que resultaba difícil de comprender con una edad tan temprana. Pero como el buen vino, el gusto se afila y las entendederas se vuelven ávidas de conocimiento con el paso de los años.
Aún recuerdo los pasajes del Quijote que estudiábamos en el instituto. Su épica lucha contra los molinos convertidos en gigantes ocupaba la gran mayoría del tiempo que dedicábamos a la obra cervantina, sin que ello nos animara a nadie en clase a leer la obra en nuestras casas. Creo firmemente que cada libro está escrito por y para el lector que se atreva, sin dilación, a introducirse de lleno en él, pero también que solo llegará a buen puerto si es el momento preciso, si la etapa vital del lector es fértil, como el suelo que cultivamos, donde la lectura pueda sembrar dentro nosotros mismos un bello árbol de profundas raíces y frondosas copas.
Personalmente, el Quijote llegó a mí a la edad de veintiséis años. Mejor tarde que nunca, como se suele decir. Hoy os traigo una reflexión sobre uno de los personajes circunstanciales más elaborados y enigmáticos de la máxima obra cervantina.
La historia del pastor Grisóstomo y la pastora Marcela aparece entre los capítulos XII y XIV de la primera parte del libro. El trágico suicidio del pastor le es sabido a Don Quijote por unos cabreros que se encuentra camino al entierro. Estos mismos le cuentan que Grisóstomo era una persona cultivada, antiguo estudiante de la universidad de Salamanca y experto astrónomo, que cayó prendido de la hermosura de la pastora Marcela, mujer huérfana, intelectualmente activa y poseedora de un generoso patrimonio por herencia de sus padres. El rechazo de esta última le haría tomar la decisión a Grisóstomo de quitarse la vida.
Don Quijote y Sancho acompañan a los cabreros al entierro del recién fallecido, en el que se acaban aglomerando distintos pastores y paisanos de la zona, los cuales culpan de la tragedia a la, según ellos, cruel Marcela. Debido a las continuas calumnias y descalificaciones hacia su persona, Marcela se presenta solitaria y altiva en el lugar. El discurso que Cervantes pone en boca de la bella pastora es sublime. No sabría ni cómo definirlo, roza la genialidad y arroja un pensamiento transgresor ante los cánones de su época. La posibilidad de decisión, sea cual fuera el género, procedencia y estatus del individuo. Toda una oda a la libertad.
El discurso de Marcela trata primero en torno a la belleza, sobre que no por el hecho de haber nacido hermosa debe amar a quién solo anhele la posesión de su cuerpo. Defiende que el amor es voluntario, no un sentimiento forzoso fruto de una sumisión de uno ante otro. No quiere, ni cree, que la belleza que Dios le ha otorgado determine su existencia. Cito literalmente:
“Si no, decidme: si como el cielo me hizo hermosa me hiciera fea, ¿fuera justo que me quejara de vosotros porque no me amábades?“
Don Quijote desconfía de la pastora por todo lo que le habían contado sobre ella, que controlaba a los hombres y hacía y deshacía con ellos a su antojo, que despertaba en los varones tales sentimientos que, como en el caso de Grisóstomo, les podía provocar la más profunda desesperación y hastío, llegando en casos extremos a plantearse el suicidio como huida de todo este sufrimiento. Pero ante la aparición de Marcela en el entierro y su conmovedor discurso, el famoso hidalgo acaba admirando a la mujer, adalid de la libertad que tanto promulga el caballero.
Marcela es conocedora de los sentimientos que provoca en los hombres que la observan y de la debilidad de estos mismos. En su momento decide vivir alejada de todo, entre arroyos y colinas, donde su autonomía individual no se vea mermada por la sociedad. Hacedora de su propio destino, proclama:
“Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos: los árboles destas montañas son mi compañía; las claras aguas destos arroyos mis espejos; con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado y espada puesta lejos. A los que he enamorado con la vista he desengañado con las palabras; y si los deseos se sustentan con esperanzas, no habiendo yo dado alguna a Grisóstomo, ni a otro alguno, en fin, de ninguno dellos, bien se puede decir que antes le mató su porfía que mi crueldad.”
Confieso al lector y/o lectora que el análisis que estoy llevando a cabo en el presente artículo no hace justicia de la profundidad filosófica que el discurso de la pastora hace gala en la obra. Al mismo tiempo que Marcela expone su pensar y su forma de vida, tanto el lector como el propio Don Quijote no pueden mas que asombrarse ante la claridad del discurso y la vehemencia expuesta por la joven, sin quedar más remedio que reconocer a la pastora su valentía y carisma. Después de la marcha de Marcela, nuestro famoso hidalgo proclama:
“Ninguna persona, de cualquier estado y condición que sea, se atreva a seguir a la hermosa Marcela, so pena de caer en la furiosa indignación mía. Ella ha mostrado con claras y suficientes razones la poca o ninguna culpa que ha tenido en la muerte de Grisóstomo, y cuán ajena vive de condescender con los deseos de ninguno de sus amantes; a cuya causa es justo que, en lugar de ser seguida y perseguida, sea honrada y estimada de todos los buenos del mundo, pues muestra que en él ella es sola la que con tan honesta intención vive”.
Aún no salgo de mi asombro. Que una obra que fue escrita hace más de 400 años consiga sorprendernos de esta manera, en una sociedad totalmente distinta a la de Cervantes, llegando a conformarse como una de las mayores soflama libertaria y plenamente feminista de la condición humana jamás escritas, evidencia la notoria genialidad de su autor.
Ahora ya sé de que están hechas las obras maestras. De eternidad.
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